“Crucé la frontera con miedo, pero también con hambre de futuro”
Luis dejó su ciudad natal con una mochila, algo de dinero prestado y un sueño grande: darle una vida digna a su familia. Tenía 34 años y una carrera técnica, pero en su país ya no encontraba oportunidades. Emigrar fue una decisión dolorosa. Dejó atrás a su esposa y a su hija pequeña con la promesa de que pronto estarían juntos. Al llegar, lo golpeó la realidad: sin papeles, sin redes, y sin dominio del idioma, conseguir trabajo era casi imposible.
Los primeros meses sobrevivió como pudo: durmiendo en espacios compartidos, tomando cualquier trabajo que le ofrecieran, desde lavar platos hasta cargar cajas. Comía poco y mandaba casi todo el dinero que ganaba de vuelta a casa. En medio del cansancio y la incertidumbre, Luis no perdió de vista su objetivo. Usó su celular para estudiar inglés por las noches, y en su tiempo libre aprendió sobre sistemas de instalación eléctrica, algo relacionado con su formación previa.
Con el tiempo, conoció a un compatriota que lo recomendó para un empleo más estable en una empresa de mantenimiento. Ahí demostró su disciplina, su compromiso y sus ganas de crecer. Le dieron oportunidades de capacitarse y, poco a poco, fue regularizando su situación migratoria. Su familia pudo reunirse con él dos años después, y aunque el camino fue duro, Luis nunca se rindió.
Hoy, Luis trabaja como supervisor técnico, tiene papeles en regla y da charlas en centros comunitarios para recién llegados. Su historia nos recuerda que emigrar no es huir, es atreverse a construir un futuro desde cero, con el corazón lleno de nostalgia, pero también con el alma encendida por la esperanza.